Aquella mañana, estoy seguro que fue como
todas las mañanas. Supongo que la ceremonia era siempre la misma; mi madre, se
deslizaba con sigilo por la habitación hacía mi cama, y con la dulzura que a
todas las madres se le supone, susurrándome al oído, decía, Juan Miguel, venga
dormilón es la hora de ir al colegio. Y supongo también que como todos los
niños me hacía el remolón y que al final la infinita paciencia de mi madre, y
su sonrisa franca y eterna, terminaban por convencerme de que era la hora de
levantarse. Así creo que fue lo que paso aquella mañana. Hasta aquí todo pueden
ser conjeturas y a partir de ahora es cuando comienzan mis recuerdos.
Estaba en el recreo jugando como todos los
días, con un pedazo de pan y una onza de chocolate, cuando D. José se acerco a
mí, y con una amabilidad inusual, me dijo:
— Juan Miguel, entra en
clase, unos amigos de tus padres quieren hablar contigo.
Al entrar a clase, vi a mi padrino Francisco
que acercándose, me tomo de la mano y me dijo:
— Te tienes que venir con
nosotros a casa, porque tus papas se han tenido que marchar de viaje y estarán
algunos días fuera.
Sólo recuerdo que la casa de mis padrinos,
me resulto lúgubre y espesa, los hijos, que eran mayores que yo, se esforzaban
para agradarme, y todo aquello me resultaba muy extraño, mis preguntas caían en
saco roto, nadie me decía nada, pero yo sólo quería irme a mi casa con mi
madre.
Al cabo de tres días, una mañana mi madrina
me dijo, que después de comer me llevaría por fin a mi casa, ni que decir tiene
que puse muy contento. Era un doce de enero y apenas había podido disfrutar de
los regalos de reyes. Bien abrigado, con una bufanda que me tapaba hasta los
ojos, y mi abrigo muy cerrado; cogido de la mano de mi padrino nos fuimos
caminando hacía mi casa. Cuando por fin la vi cerca, dando un tirón me solté de
la mano que me sujetaba, y corriendo entre en ella.
Mi casa tenía una pequeña entrada con una
cancela de cristal, que separaba el recibidor, del portal, una vez dentro lo primero
que se veía era el inicio de la escalera, que llevaba al piso de arriba, a la
derecha se accedía a una gran sala presidida por una chimenea, donde nunca
faltaba el fuego, a la derecha se encontraba el comedor salón, pero recuerdo
que allí casi nunca se podía entrar, y la izquierda la cocina que daba acceso a
dos patios. La cocina sin duda era mi sitio favorito, allí pasaba los mejores
momentos atizando el fuego con el marguan, recuerdo que mi madre me lo tenía
que quitar de las manos, y en verano me salía al patio grande donde estaba la
pila, a chapotear en el agua, recuerdo que mi madre no le gustaba la idea de
que estuviera siempre en el patio, este tenía un parra grande, y las avispas
siempre estaba revoloteando y más de una vez fui víctima de sus enfados. Y así
era la planta baja de mi casa en aquellos años.
Recuerdo que hacía mucho frio, y no obstante
todas las puertas estaban abierta. Todo estaba lleno de mujeres vestidas de
negro, con un gran velo negro en la cabeza. Yo buscaba a mi madre con
desesperación, pero no conseguía verla, entre tantas personas de negro, tampoco
veía a mi padre, ni a mi hermana sólo acerté a ver a mi tía Concha, que nada
más verme se abalanzó hacía mi, y cogiéndome entre sus brazos comenzó a llorar
con desesperación, me apretó contra su pecho y susurrándome al oído me dijo:
—
Juan
Miguel, cariño tu mama se ha ido al cielo. — Y yo le dije.
—
¿Volverá pronto?
Y la contestación se ahogo en un mar de lágrimas.
Pregunte por mi padre, y me dijeron que estaba enfermo y no podía verlo. Y
cuando por fin logre llegar hasta mi hermana, recuerdo que estuve abrazado a
ella durante mucho tiempo. Me subió a ver a mi padre, que rodeado de un montón
de hombres lloraba sin consuelo, y al acercarme a él su llanto ahogaba las palabras
y no pudo decirme nada. Si allí estaban todos, mi gran familia, todos los
amigos de los míos, pero faltaba el “Despertador de la eterna sonrisa”. Mi
madre.
Y ahora que estoy en la recta final de mi
vida, y que han pasado 60 años, aun sigo preguntándome que falta, pecado o
delito puede cometer un niño de seis años para que alguien a quien se le supone
el símbolo de la bondad prive a un niño de la eterna sonrisa de su madre.
Juan M. Aroca