lunes, 18 de junio de 2012

EL RIVAL

Ella se detiene junto a mí, apoya el capazo en la arena y extiende la toalla. Se desprende de la camisa primero, mirando al mar, y de los breves pantalones de tela vaquera. Sentada, su piel morena emite una carnalidad que casi puedo gustar mientras me llega el aroma de la crema protectora que distribuye aplicadamente por todo su cuerpo. Luego se tiende boca abajo, se ajusta la pamela y se pone a leer, sin dirigirme siquiera una mirada, ni de reojo.
Como está tan absorta con el libro, la disfruto con la vista. Es un día de playa espléndido, estamos aislados en un tramo solitario. A medida que la arena reverbera por el sol, su cuerpo parece irse cargando de calor y, con el calor, de sensualidad. Esa piel es más deseable a cada minuto que pasa y empiezan a aparecer diminutas gotas de sudor que me gustaría retirar suavemente con la mano. Cierro los ojos e imagino. Los abro de nuevo y la piel sudorosa reaparece como un acto de adorable insolencia. Ella no presta atención a nada que no sea el libro que la mantiene absorta. No logro ver el título en la contraportada; solo una foto que puede ser del autor.
Pasa cruelmente el tiempo. De pronto, se desprende del sujetador del bikini sin variar de postura. Veo anhelante su seno aplastado contra la toalla y cómo se continúa en una axila excitante y frutal. Necesito que se dé la vuelta, no lo hace, me exaspera que no lo haga. Por fin la paciencia se ve recompensada y coloca el libro contra el cielo, a modo de parasol. Sus pechos morenos, retraídos sobre el cuerpo, muestran los pezones erectos, aureolados por las gotas de sudor y siento que me arden los labios. La misma ansiedad física me obliga a incorporarme. Estoy seguro de que ese cuerpo espléndido me ignora por completo, tendido voluptuosamente ante mis ojos de miserable mortal.
De un salto me largo a la orilla, entro en el mar a la carrera y chapoteo salvajemente, pero su imagen no cede en mi cabeza ni en mi cuerpo. Me llama a tal punto que salgo del agua. Y cuando regreso percibo anonadado, ¡oh deseo insufrible!, entre la luminosa blancura de sus nalgas, la dulce hendidura y me siento morir. Sí, enteramente desnuda ahora, y absorta, su presencia es una injuria intolerable. Me tiendo de nuevo, presa de una enérgica excitación que debo de esconder.
Cuando ya no puedo soportarlo, ella, mi mujer, levanta la cabeza y cierra el libro con un hondo suspiro de satisfacción. Solo entonces me mira por debajo del ala de la pamela y me aferro a esa mirada, me abalanzo y me introduzco entre sus piernas sin encontrar resistencia. Mi cuerpo se agita frenéticamente sobre el suyo, sí, es nuestra luna de miel, pero no consigo desviar la mirada de la contraportada del libro abandonado junto a nuestras cabezas, donde un tipo duro me observa con insistencia. Arturo Pérez Reverte, pone al pie. Maldito roba corazones

Juan M. Aroca.


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