lunes, 18 de junio de 2012

UN RECUERDO IMBORRABLE

   Aquella mañana, estoy seguro que fue como todas las mañanas. Supongo que la ceremonia era siempre la misma; mi madre, se deslizaba con sigilo por la habitación hacía mi cama, y con la dulzura que a todas las madres se le supone, susurrándome al oído, decía, Juan Miguel, venga dormilón es la hora de ir al colegio. Y supongo también que como todos los niños me hacía el remolón y que al final la infinita paciencia de mi madre, y su sonrisa franca y eterna, terminaban por convencerme de que era la hora de levantarse. Así creo que fue lo que paso aquella mañana. Hasta aquí todo pueden ser conjeturas y a partir de ahora es cuando comienzan mis recuerdos.
   Estaba en el recreo jugando como todos los días, con un pedazo de pan y una onza de chocolate, cuando D. José se acerco a mí, y con una amabilidad inusual, me dijo:
— Juan Miguel, entra en clase, unos amigos de tus padres quieren hablar contigo.
   Al entrar a clase, vi a mi padrino Francisco que acercándose, me tomo de la mano y me dijo:
— Te tienes que venir con nosotros a casa, porque tus papas se han tenido que marchar de viaje y estarán algunos días fuera.
    Sólo recuerdo que la casa de mis padrinos, me resulto lúgubre y espesa, los hijos, que eran mayores que yo, se esforzaban para agradarme, y todo aquello me resultaba muy extraño, mis preguntas caían en saco roto, nadie me decía nada, pero yo sólo quería irme a mi casa con mi madre.

   Al cabo de tres días, una mañana mi madrina me dijo, que después de comer me llevaría por fin a mi casa, ni que decir tiene que puse muy contento. Era un doce de enero y apenas había podido disfrutar de los regalos de reyes. Bien abrigado, con una bufanda que me tapaba hasta los ojos, y mi abrigo muy cerrado; cogido de la mano de mi padrino nos fuimos caminando hacía mi casa. Cuando por fin la vi cerca, dando un tirón me solté de la mano que me sujetaba, y corriendo entre en ella.

   Mi casa tenía una pequeña entrada con una cancela de cristal, que separaba el recibidor, del portal, una vez dentro lo primero que se veía era el inicio de la escalera, que llevaba al piso de arriba, a la derecha se accedía a una gran sala presidida por una chimenea, donde nunca faltaba el fuego, a la derecha se encontraba el comedor salón, pero recuerdo que allí casi nunca se podía entrar, y la izquierda la cocina que daba acceso a dos patios. La cocina sin duda era mi sitio favorito, allí pasaba los mejores momentos atizando el fuego con el marguan, recuerdo que mi madre me lo tenía que quitar de las manos, y en verano me salía al patio grande donde estaba la pila, a chapotear en el agua, recuerdo que mi madre no le gustaba la idea de que estuviera siempre en el patio, este tenía un parra grande, y las avispas siempre estaba revoloteando y más de una vez fui víctima de sus enfados. Y así era la planta baja de mi casa en aquellos años.
   Recuerdo que hacía mucho frio, y no obstante todas las puertas estaban abierta. Todo estaba lleno de mujeres vestidas de negro, con un gran velo negro en la cabeza. Yo buscaba a mi madre con desesperación, pero no conseguía verla, entre tantas personas de negro, tampoco veía a mi padre, ni a mi hermana sólo acerté a ver a mi tía Concha, que nada más verme se abalanzó hacía mi, y cogiéndome entre sus brazos comenzó a llorar con desesperación, me apretó contra su pecho y susurrándome al oído me dijo:
      Juan Miguel, cariño tu mama se ha ido al cielo. — Y yo le dije.
         ¿Volverá pronto?
   Y la contestación se ahogo en un mar de lágrimas. Pregunte por mi padre, y me dijeron que estaba enfermo y no podía verlo. Y cuando por fin logre llegar hasta mi hermana, recuerdo que estuve abrazado a ella durante mucho tiempo. Me subió a ver a mi padre, que rodeado de un montón de hombres lloraba sin consuelo, y al acercarme a él su llanto ahogaba las palabras y no pudo decirme nada. Si allí estaban todos, mi gran familia, todos los amigos de los míos, pero faltaba el “Despertador de la eterna sonrisa”. Mi madre.
   Y ahora que estoy en la recta final de mi vida, y que han pasado 60 años, aun sigo preguntándome que falta, pecado o delito puede cometer un niño de seis años para que alguien a quien se le supone el símbolo de la bondad prive a un niño de la eterna sonrisa de su madre.

Juan M. Aroca


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